A PROPÓSITO DE LOS ABUSOS SEXUALES Y DE VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES

A CINCO MINUTOS DE SER MUJER… Por Mauricio Ibáñez M.A. Alguien alguna vez me dijo casi a manera de recriminación que a mi me habían faltado cinco minutos para ser mujer. No lo crean, me quedé pensando en el tema y quise transportarme, usando mi imaginación, a ese mismísimo momento en el cual el destino, la suerte, o la sincronía divina quiso que yo naciera hombre. Estaba yo, espermatozoide macho, compitiendo en una carrera frenética hacia un destino tan desconocido como prometedor: el óvulo de quien sería mi madre. Eramos muchos, y cuando hablo de muchos no hablo de cientos, sino de millones, todos moviéndonos con frenesí, algunos aterrados, otros con excesivo entusiasmo; unos miraban con suspicacia al vecino que corría a su lado; otros conversaban amigablemente como si estuvieran en paseo dominguero y unos tan distraídos que parecían estar conectados a un aparato de música de los modernos y tropezaban bruscamente con todo el mundo sin asomo de pedir disculpas. Antes de llegar a mi destino, ese “huevo al final del túnel”, ya había observado que éramos dos tipos de espermatozoides los que protagonizábamos semejante maratón, que hoy puedo decir, nada tendría que envidiarle a una 20k a terreno abierto. Yo era como los otros, es decir, machos, y los demás eran los espermatozoides hembras. Ellas se movían diferente que nosotros, desde luego eran las que más charlaban, y como si se conocieran de larga data, confesaban sus sueños y sus frustraciones; admito que en medio del desespero y la motivación que suponía llegar de primero a la meta, me distraje varias veces, atraído por ese movimiento rítmico de sus colas, que se mezclaba entre la elegancia y la prepotencia, entre la coquetería y el narcisismo, como si no les importara que la carrera tendría un solo ganador y un solo premio. Finalmente llegué al óvulo un poco antes que el grueso de mis compañeros de carrera. Había ya montones de espermatozoides, todos machos, buscando penetrar la membrana del óvulo con esas mismas ansias y desespero con la que un adolescente apresura su primera experiencia sexual; claro en esas entonces no lo sabía, pero ustedes me entienden: poca delicadeza, poco tacto, y mucho empujar. Pues yo decidí unirme a la angustiosa faena de penetrar esa paradisíaca y delicada esfera con la firme esperanza de ser primero para poder convertirme en yo. Cuando de repente, oh sorpresa, había un espermatozoide hembra allí muy cerca de mí, debió ser la primera de su género en haber llegado pero parecía estar pensando mucho, dudando cuál sería el mejor sitio para ensayar la penetración, a mi me pareció, ahora que lo pienso, como si estuviera de compras y se estaba midiendo varios pares de zapatos. Finalmente decidí no distraerme más y en medio del tumulto y de los gritos e insultos hice mi primer intento pero fui repelido por la membrana del óvulo, igual que otros. Para entonces muchos de mis compañeros se estaban cansando y cuando miré hacia el conducto que nos había arrojado hasta allí vi que todavía llegaban muchos más espermatozoides, gritando en brusca estampida: -¡Quítate de ahí, imbécil! -¡Abran paso! -Yo tengo derecho, es mi turno! -Los pendejos atrás! Esto es para valientes! Se empujaban unos a otros, mientras yo intentaba por segunda vez una penetración. Y no crean que no tenía tiempo para responder con algo parecido a “Más imbécil tu madre!” o “Vete al carajo tú , éste es mi pedazo!” y hasta un “marica el último”. También empecé a escuchar gritos de asfixia y de desespero y observé que los espermatozoides comenzaban a morir, pero todos eran machos. Y también vi que entre el grupo de los últimos llegaban muchísimas hembras. Era una invasión, de repente, como si el óvulo se hubiera convertido en una gran tienda por departamentos y todo estuviera rebajado al 50%. Fue entonces que me dije a mi mismo “si no me apuro, estas señoritas me van a quitar la posibilidad de ser yo”, asi que ahora con desespero y sin contemplación por ninguna norma de cortesía comencé a martillar la membrana del óvulo en cuanto espacio libre observara; me pareció extraño que el espermatozoide hembra, aquella que había visto instantes antes, me seguía muy de cerca y sin prisas; juraría que silbaba tranquilamente mientras su actitud parecía deshojar una margarita “Aquí sí, aquí no”. De repente me miró y su estado de ánimo cambió, fue como si me estuviera reclamando que yo no había adivinado todavía cuál era el sitio débil de la membrana y le estaba echando a perder su peinado. Yo la ignoré y esto la enfadó y con disimulo empezó a empujarme en una clara actitud de “lárgate de mi lado, pero ni se te ocurra dejarme sola en este bololó” De repente lo ví, no muy lejos de donde yo estaba, y al parecer, la espermatozoide hembra también. Los dos nos encaminamos hacia el sitio preciso para coronar la fecundación: era un diminuto espacio donde la membrana se adelgazaba lo suficiente para facilitar las cosas; a estas alturas de nuestra corta vida, moverse era ya un gran esfuerzo y una angustia, aumentado por la presencia de mi nada amistosa vecina de carrera, y por el cuidado que debíamos hacer para no levantar sospechas entre los últimos sobrevivientes. Yo era francamente más rápido que ella pero ahora ella parecía tener tanta energía como yo; atrás había quedado su plácida búsqueda y su actitud despreocupada; sabía como yo, que ganar significaba pasar a una mejor vida, o en su defecto, morir. Llegamos al tiempo, ambos jadeando los últimos suspiros, se nos terminaba la energía, el esfuerzo había sido descomunal y sabíamos que había llegado el momento de la verdad. Yo era un poco más largo y me arrojé primero a la membrana con mi cabeza; aunque ella me estaba empujando y trató de desviarme usando mi cola como palanca, mientras me insultaba, mi determinación pudo más. Antes de fundirme con mi nuevo hogar, alcancé a entender sus últimas palabras, algo parecido a: “Quítate de ahí, idiota, ese es mi lugar, tengo que fecundar, tendrías que haberme dejado a mi primero, qué modales te enseñan en tu casa, ¡¿no que las mujeres somos primero?! ¡Te juro que…!” Quise recordarle que no tenía que ver con modales, sino con instinto, una cierta inteligencia programada en mí que me hacía vivir para crear una nueva vida, un nuevo ser. En medio de mi último esfuerzo, un gran coletazo, como una bolea de James en una final de futbol, sentí que ella me perdonó y que yo le sonreía con un “en la próxima carrera una de las tuyas podría ser mi futura hermana”. Entonces el óvulo cerró toda su membrana alrededor y tras claudicar a mi condición de espermatozoide, pude, a las pocas horas, convertirme en un bebe macho. Pero estoy de acuerdo, estuve a poco de convertirme en una mujer. Todos pudimos ser “el otro” y definitivamente no fueron cinco minutos que hicieron falta. Fue cuestión de nanosegundos. Quizás leído en retrospectiva, y sabiendo que pudo ser la experiencia de cada uno de los 7 billones de habitantes de este planeta, todos podemos aceptar las claras diferencias de comportamiento entre varón y mujer, y entender mejor la importancia de bendecir y abrigar el concepto de igualdad de género para no incurrir en violencia de género. Cualquier argumento que defienda la violencia o discriminación contra uno u otro sexo, deberá sostenerse en menos de un nanosegundo si no quiere hacer como mínimo, el ridículo, ante la forma de inteligencia que albergamos a lo largo nuestra mágica metamorfosis.

Nota: un nanosegundo es la milmillonésima parte de un segundo.